jueves, 4 de octubre de 2012

Epigenética. ¿Vuelve Lamarck?



El dogma de la genética, que ilustra los mecanismos de transmisión y expresión de la herencia genética como un proceso unidireccional, donde el ADN es transcrito a ARN mensajero para que éste sea traducido a proteína en los ribosomas, comienza a quedar desfasado. Cada vez se está empezando a pensar menos en términos de secuencias de genes y más en términos de cómo se comportan estos genes en el contexto de interacción con su medio ambiente.


La secuencia completa del ADN de un organismo (el genoma) se replica en el núcleo de casi todas las células que componen su cuerpo, pero no todos los genes están activados en todas las células al mismo tiempo.

El ADN sería algo así como una cinta que almacena información, pero sin un aparato para su reproducción no hay manera de sacar provecho de esta información. La epigenética se interesa precisamente por el “reproductor de cintas”, el modo en que un mismo genotipo puede ser expresado en varios fenotipos diferentes, en función de los estímulos recibidos del exterior.

Existen cientos de clases diferentes de células en nuestro cuerpo.

Aunque todas las células de un mismo organismo derivan del mismo punto de partida (una única célula original), las características finales de una neurona son realmente muy diferentes de las de una célula hepática. A medida que las células se desarrollan, su destino está gobernado por el uso y silenciamiento selectivo de los diferentes genes contenidos en un idéntico genoma. Este proceso está sujeto a los factores epigenéticos. Imagina por un momento el caos que se produciría en el organismo si se activaran simultáneamente todos los genes que poseemos los humanos en cada una de nuestras células. Seguramente, no sería nada práctico que las células de nuestros ojos fabricasen uñas, por ejemplo. Y si esto no sucede en la práctica es porque todas las células tienen la capacidad de interactuar con el entorno intercambiando información fisicoquímica con el medio que les rodea y con otras células. Los organismos unicelulares captan de su microambiente diversos estímulos y procesan la información que reciben a través de una vía de transducción de señales que les hace reaccionar en consecuencia, mientras que los organismos multicelulares, en los que cada una de las células individuales debe cumplir con sus actividades de acuerdo con los requerimientos del organismo como un todo, se exige que las células posean un sistema de generación, transmisión, recepción y respuesta de una multitud de señales que las comuniquen e interrelacionen funcionalmente entre sí. Fundamentalmente mediante señales químicas.

A lo largo de nuestra vida, y durante el curso de la evolución, el silenciamiento o la activación del ADN ha permitido que nuestras células y nosotros mismos, como organismos multicelulares, evolucionemos y desarrollemos hábitos diferentes.

Bryan Turner (de la Universidad de Birmingham) emplea un símil en el que compara el genoma con un disco. No lo oímos todo al mismo tiempo. Los controles del aparato de música nos permiten escuchar distintas canciones, y subir el volumen a nuestra conveniencia. A medida que nos desarrollamos, partes selectas del genoma (los genes) son interpretadas a diferente volumen en respuesta a estímulos ambientales. Los factores epigenéticos dirigen la interpretación del ADN dentro de cada célula viviente.

Cuando los organismos sexuados producen espermatozoides y óvulos, sería lógico pensar que los “controles del volumen” deberían volver a su valor inicial, para que cuando los gametos se fusionen y sus dos “medios-genomas” se reconvierten en uno nuevo, se produzca una gran reprogramación que permita posteriormente a las marcas epigenéticas regular el estado “abierto” o “cerrado” de las regiones del genoma que “interesen” en cada momento, desde cero. Pero, he aquí la sorpresa lamarckiana, resulta que las marcas epigenéticas, que regulan el estado de activación/desactivación de los genes a través del proceso de división celular, también pueden ser heredadas por la siguiente generación (no sólo celular, sino del futuro organismo al completo) incluso cuando estos factores epigenéticos hayan sido adquiridos por los organismos progenitores durante su experiencia vital.

La ciencia está revelando ahora cómo se interpreta nuestra “partitura genética”, y parece que la ejecución de esta partitura puede cambiar de forma drástica entre generaciones sin que por ello se altere la secuencia del ADN.

Los factores epigenéticos incluyen tanto patrones espaciales, como la marcación bioquímica. Actualmente, se conocen tres participantes fundamentales en este proceso: el ARN, el nucleosoma y la metilación del ADN.

La epigenética proporciona también un medio para explicar cómo el material genético puede responder a las cambiantes condiciones ambientales.

Así, aunque las plantas no tienen sistema nervioso ni cerebro, sus células tienen la capacidad de memorizar los cambios estacionales, activando o desactivando gran parte de su carga genética en función de cambios ambientales, tales como: humedad, temperatura, etc.

Entre muchas especies de tortugas y cocodrilos (y en algunos peces), el sexo de un organismo depende de la temperatura de desarrollo del embrión.

En las abejas, la producción de abejas reinas depende casi exclusivamente de la alimentación de las larvas. Las larvas que se alimentan de jalea real, que contiene altas concentraciones de proteínas y secreciones de las glándulas salivales de las abejas obreras, durante todo su desarrollo, serán abejas reinas con ovarios funcionales. Por el contrario, las larvas que son alimentadas con jalea real por cortos períodos de tiempo se convertirán en obreras sin ovarios funcionales.

Algunos organismos pueden detectar la presencia de moléculas secretadas por sus depredadores y usar esas moléculas para activar el desarrollo de estructuras que los hagan menos susceptibles a la depredación.

Las señales para cambiar el fenotipo también pueden venir de miembros de la misma especie, ya que los individuos deben comportarse de maneras diferentes cuando están solos o cuando están rodeados de competidores. Las langostas “Schistocerca gregaria”, por ejemplo, muestran fenotipos muy distintos con bajas y altas densidades poblacionales. Cuando la densidad poblacional es alta y los recursos son poco abundantes, es beneficioso migrar. El fenotipo migratorio muestra colores más oscuros, alas más largas y comportamiento agresivo. Estos cambios son causados por olores y contacto directo entre individuos.

También peces de muchas especies cambian de sexo dependiendo de la interacción con el grupo al que pertenecen. Por ejemplo, en los peces “goby”, si el macho del grupo muere, una hembra puede tomar su lugar cambiando de sexo, pero si se inserta otro macho de mayor tamaño en el grupo, el nuevo macho puede revertir otra vez su fenotipo a hembra.

El ambiente puede inducir también cambios epigenéticos que afecten a generaciones futuras. Recientes estudios de laboratorio con ratones consanguíneos han demostrado cómo cambios en su dieta podrían afectar a su descendencia. Su pelaje puede ser marrón, amarillo o moteado, dependiendo de cómo se metile el gen “agouti” durante el crecimiento embrionario. Cuando se alimentó a algunas hembras preñadas con suplementos ricos en metilo, como el ácido fólico y la vitamina B12, su descendencia desarrolló principalmente pelaje marrón, mientras la mayoría de las crías de los ratones control (que no habían recibido los suplementos) mantuvieron el pelaje amarillo.

Los gemelos monocigóticos aparecen aproximadamente en 1 de cada 250 nacimientos en todo el mundo. Por razones que aún se desconocen, tal vez por causas epigenéticas, un óvulo fertilizado puede clonarse a sí mismo y dar lugar a dos embriones distintos. La constitución genética de ambos embriones será idéntica desde el comienzo hasta el fin de sus vidas, pero a medida que crezcan y se desarrollen los dos sujetos experimentarán diferencias en su ambiente, algunas de las cuales podrían alterar su apariencia y comportamiento.

Estas diferencias son distinguibles a nivel molecular por la forma en la que sus cromosomas están organizados en el interior del núcleo de cada célula. Un mismo ADN, enrollado alrededor de minúsculas bolas de proteínas (histonas), que actúan a modo de carretes, puede causar efectos diferentes en cada célula. Tanto las bolas de proteínas como la cadena de ADN adoptan complejas estructuras en tres dimensiones dependiendo de su variante bioquímica, que puede hacer más o menos accesible la lectura y transcripción de los genes contenidos en un tramo en concreto.

Además, toda esta infraestructura nuclear puede verse afectada por una variedad de pequeñas moléculas (grupos metilo) que pueden adherirse tanto al ADN (concretamente a la citosina) como a las proteínas histónicas asociadas, compactando y desactivando los genes de las áreas a las que se acoplan. Siendo estas variaciones las que están influenciadas de una forma muy notable por el ambiente: alimentación, ejercicio, estrés, exposición a tóxicos...



El fino ajuste bioquímico del genoma es lo que determinará qué genes son activados, por lo que los gemelos no estarán necesariamente abocados a compartir el mismo destino. Investigaciones recientes en gemelos monocigóticos han revelado que su ADN está marcado de diferente forma por moléculas del grupo metilo (compuestas por un átomo de carbono y tres átomos de hidrógeno). Por lo tanto, aunque ambos hermanos serían genéticamente idénticos, su epigenoma podría ser muy diferente. Y, como es lógico, estas diferencias resultarán aún más marcadas cuánto mayor sea la edad de los gemelos.

Esto añade más leña al fuego al viejo debate acerca de la influencia relativa del ambiente en nuestro destino, frente al determinismo de nuestros genes. Aunque las similitudes entre gemelos idénticos son más llamativas que sus diferencias, son estas desigualdades las que podrían ofrecer nuevas vías para la investigación de enfermedades.

Muchas enfermedades tienen un componente genético conocido, pero pueden ser modificadas por la epigenética. Las características epigenéticas, como la metilación del ADN, son dianas mucho más viables para el tratamiento de enfermedades, ya que es mucho más fácil modificar la forma en que se metila el ADN que cambiar la secuencia de ADN subyacente.

Los patrones de metilación del ADN desempeñan un papel fundamental en todo tipo de fenómenos en los que los genes son activados o desactivados, desde la mancha de color morado en el pétalo de una petunia al crecimiento de los tumores cancerosos.

Cuando la metilación del ADN es demasiado escasa, la organización de la cromatina puede verse alterada. Esto, a su vez, afecta a qué genes son silenciados después de la división celular. Cuando, por el contrario, la metilación es excesiva, el trabajo de protección llevado a cabo por los genes supresores de tumores y los genes reparadores del ADN puede perderse. Este tipo de epimutaciones han sido observadas en una amplia variedad de cánceres. Gracias a esta información epigenética están apareciendo nuevas vías terapéuticas.

La investigación epigenética tiene una importancia fundamental también para el desarrollo de la tecnología de células madre, ya que estudia qué es lo que hace que una célula madre sea una célula madre y cómo se desarrolla hasta convertirse en un tipo de tejido específico. Cada célula en el cuerpo adulto contiene exactamente el mismo ADN (los mismos genes). La diferencia entre tipos celulares, por tanto, reside en el subconjunto particular de genes que se utilizan en cada momento. Se puede pensar en la epigenética como en las modificaciones químicas del ADN que controlan esta utilización selectiva de los genes.

La demostración de que los nutrientes pueden afectar directamente al ADN es algo relativamente reciente. Y, aunque aún no se sabe mucho sobre cómo el silenciamiento de genes es modelado por el ambiente, si que existen cada vez más pruebas de que las alteraciones de la metilación del ADN durante el desarrollo pueden causar una variedad de problemas de salud que van desde el cáncer hasta la esquizofrenia.

Y, sin duda, una de las mayores implicaciones éticas que puede tener el hecho de que estas características epigenéticas sean heredables en nuestra descendencia es la influencia directa de factores como nuestra dieta o hábitos más o menos saludables en la futura salud de nuestros/as hijos/as y nietos/as.

Cuando hablamos de epigenética nos referimos entonces a fenómenos que no afectan a la secuencia del ADN de los genes, pero que sí varían su expresión. Es la herencia de patrones de expresión de genes que no vienen determinados por la secuencia genética (la cadena de pares de bases del ADN de cada individuo). Y esta herencia alternativa viene fijada porque los genes se expresan o no dependiendo de ciertas condiciones bioquímicas como la metilación del ADN o de las histonas, la forma tridimensional de la cromatina, u otras causas.

La epigenética hace referencia, entonces, a cualquier mecanismo que utilice un organismo para traspasar información hereditaria de una generación a otra, sin alterar el ADN.

El desarrollo epigenético, entonces, implica un enriquecimiento de la información genética, y tal enriquecimiento ocurre desde afuera, desde el ambiente (ambioma), y esto es válido tanto para la salud como en las situaciones patológicas. Si te expones a toxinas que producen en ti epimutaciones, puedes transmitir tales cambios a tu descendencia, por lo que eres responsable y guardián de tu genoma.

Y si lo genético influye sobre la conducta y la conducta sobre lo genético, la causalidad es un fenómeno circular. Y transgeneracional. Así pues, en términos evolutivos, puede que fuera Darwin quien diera, junto con Mendel, con la clave de la variación genética que lleva a la aparición de nuevas especies, mediante mutaciones y recombinación genética, por medio de selección natural (y/o artificial), pero parece que la observación intuitiva del bueno de Lamarck tampoco iba tan desencaminada al fin y al cabo.